Hace cincuenta años,
en Marzo de 1968, se estrenaba una película diseñada como serie B, una de esas
tantas de ciencia ficción distópica, que presentaba un mundo donde los seres
racionales son los simios y los “animales”
los humanos. El mundo al revés.
La película causó
tanto impacto que se realizaron cuatro episodios más a lo largo de los años 70,
unos dibujos, un olvidable remake de
Tim Burton y un interesante reboot en
el presente siglo, esta vez con la contaminación viral como fin de la especie
en reemplazo de la guerra nuclear, tan presente en los años de la guerra fría.
En cierta manera El Planeta de los simios fue la sátira a
lo Jonathan Swift, una reflexión en clave sarcástica sobre el futuro del hombre
y la destrucción de su hábitat. El amargo y desolador final, donde el coronel
Taylor (Charlton Heston) maldice al constatar que el planeta de las pesadillas
donde cayó su nave espacial es la tierra de la que partió dos mil años atrás,
tenía ribetes trágicos.
La película planteaba
que el proceso que permitió al homo
sapiens elevarse por encima de la vida animal y construir lo que conocemos
como civilización podía ser revertido por él mismo, regresando a sus atávicos
orígenes. Es lo que sucede con el lenguaje, ese complejo lógico-simbólico que
permitió al hombre elaborar las ideas abstractas. En el filme, el ser humano ya
lo había perdido, volviendo al mundo de las señas y gruñidos; signo de que
podemos involucionar o degenerar y regresar a nuestro estado natural, antes de
separarnos de las otras especies millones de años atrás. Creo que es posible
cada vez que veo a adultos, jóvenes y niños estar prendidos de las imágenes de
su celular o tablet.
También contiene una
crítica a los principios dogmáticos sustentadas en la pura fe y que no admiten
refutación, encarnadas en el doctor Zaius, el orangután que funge de guardián
de la fe y los libros sagrados, irónicamente con el título de “ministro de la
ciencia”, signo de una sociedad con una ideología que se alimenta de su propia
dogma y por tanto no admite refutaciones. Al decir de los liberales como
Popper, estamos ante una sociedad cerrada, enemiga de la ciencia y fanatizada:
todo se encuentra en el libro sagrado y no es necesario buscar otra verdad o
cuestionar la existente. Sin querer, El
planeta de los simios denuncia también a las grandes religiones, asentadas
en principios irrefutables que excluyen cualquier otra aseveración.
La oposición entre
Zaius y Cornelius es la eterna contradicción entre el dogma y el saber
científico, entre la fe y la verdad, entre “el espíritu de la tribu” y el de la
libertad crítica.
Contra el pensamiento
del doctor Zaius, tenemos a Cornelius, el chimpancé arqueólogo que haciendo
excavaciones en la llamada “zona prohibida” (sinónimo de tabú), ha encontrado
indicios de una civilización anterior y más desarrollada, la humana, con
objetos sumamente sofisticados para la ciencia y técnica de los simios.
Zaius, con el poder
que le otorga su cargo, trata a toda costa de persuadir a Cornelius a fin que
no continúe con sus excavaciones, a veces ridiculizándolo (“cuidado que
entierre su reputación”); no obstante, Cornelius quiere continuar, porque
intuye, con la fe del investigador, que puede alcanzar un peldaño más arriba en
la ciencia.
Pese a los
sofisticados avances digitales de las posteriores versiones del Planeta de los simios, me quedo con la
original de 1968, con sus simios de hule y escenografía de cartón (era tal la
escasez de presupuesto, que la sociedad futurista de los simios debió ser
reducida a una suerte de medioevo primitivo con viviendas a lo Picapiedra y unas cuantas casas
esparcidas aquí y allá). Con todas las limitaciones, es más creíble, quizás
porque se contó una historia donde los efectos especiales estaban al servicio
de aquella, y con magníficas actuaciones, empezando por la de Heston en uno de
sus mejores papeles, dándole un toque trágico a su personaje.
Como en las tragedias
griegas, el personaje va en busca de una gran respuesta a sus dudas, pero lo
que encuentra puede ser tan desolador que era mejor no buscarla, como le sucede
a Taylor al darse cuenta que no estaba en un planeta diferente sino que había
regresado a la tierra dos mil años después, totalmente devastada por el propio
hombre. El hombre como lobo del hombre,
al decir de Hobbes, está presente en esa memorable escena final que resume su
gran búsqueda y confirma sus más hondos temores e intuiciones.
Cincuenta años
después, El planeta de los simios
sigue tan vigente como el día de su estreno.
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